martes, 25 de agosto de 2009


LA RONDA DE DOHA




El 70% de la población mundial más pobre vive en las zonas rurales. Ello indica que la gran
mayoría de los dos mil millones de personas que hoy cuentan con un ingreso inferior a dos
dólares diarios, también reside en tales zonas. Y aunque el sector de la agricultura no debe
confundirse con el concepto, mucho más amplio y complejo, de ruralidad, en materia de
generación de empleos directos no se puede olvidar que aquel aporta el 55% de los del campo, y que la mayoría del restante 45% se halla indirectamente conectada con la producción primaria a través de los eslabones de agregación de valor y de prestación de servicios.
Así las cosas, no debería caber duda sobre las bondades de un comercio agropecuario genuina y
totalmente libre a nivel planetario. Los grandes ganadores serían los habitantes menos
afortunados del orbe, quienes se hallan concentrados en las áreas donde predomina la economía campesina.

En efecto, según el Banco Mundial (World Bank, 2002, 2003, 2004), si se eliminaran la
protección y los subsidios con los que los países opulentos mantienen su actividad agrícola, cuyo
valor en los países miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico
(OCDE) fue, en promedio anual durante el último lustro, cerca de US $300.000 millones
(OECD, 2005) - seis veces más que el valor total de la ayuda externa existente en la tierra -, hoy
el valor de las exportaciones de las naciones económicamente más rezagadas sería, ceteris
paribus, 24% más alto, y sus ingresos rurales superiores en US $60.000 millones anuales. Y
hacia el año 2015, los ingresos globales serían superiores en la suma de US $500.000 millones,
60% de la cual estaría yendo hacia aquellas, sacando de esa manera a 144 millones de personas de la miseria. Luego no se puede estar en desacuerdo con quienes predican que la eliminación de la pobreza pasa por la real liberalización del comercio agropecuario en el planeta.

A manera de ejemplo, en el caso particular de Colombia, el International Food Policy Research
Institute (IFPRI) estimó hace ya cerca de un lustro que su balanza comercial agropecuaria neta, esto es exportaciones menos importaciones, sería por entonces más alta en US $750 millones, de los cuales, como mínimo, la mitad provendría de la liberalización total y genuina del agro en
Estados Unidos y Canadá.
De ahí las expectativas tan positivas y el aire de coherencia y sindéresis que le generó al mundo
entero la Declaración de Doha, en especial a los pueblos atrasados, llamada también por ese
motivo la Ronda del Desarrollo, algo así como la reina madre de la destrucción de la miseria,
reunida en dicha ciudad en noviembre de 2001 por convocatoria de la Organización Mundial del
2 Comercio (OMC).


entonces 146
países miembro, quienes, por consenso, que es como se tienen que adoptar sus decisiones, en su
artículo 13 anunciaron que “...nos comprometemos a celebrar negociaciones encaminadas a lograr: mejoras sustanciales del acceso a los mercados; reducciones de todas las formas de subvenciones a la exportación, con miras a su remoción progresiva; y reducciones sustanciales de la ayuda interna causante de distorsión del comercio. Convenimos en que el trato especial y diferenciado para los países en desarrollo será parte integrante de todos los elementos de las negociaciones...” (Organización Mundial del Comercio, 2003).
Sin embargo, el libre comercio agrícola luce como las estrellas. Apenas una buena guía, a la que
nunca se le alcanza, así siempre se camine en su búsqueda. O, como lo dijo con sin igual humor
realista uno de los negociadores ecuatorianos del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados
Unidos, “el libre comercio agropecuario se parece al paraíso en cuanto a que todo el mundo
quiere llegar allá; pero todavía no.” Por tanto, el concepto, en la práctica, se ha reducido a un
ejercicio sin pausa de administración de mercados, o, en otras palabras, de incesantes
negociaciones adelantadas por una flamante burocracia internacional con ocupación
aparentemente garantizada para rato.
La verdad es que son muy pocos los cambios hasta ahora alcanzados (OECD, 2005). La
proporción de los subsidios recibidos directamente por los cultivadores dentro del valor total de la producción en finca, sin considerar las transferencias hechas por los consumidores,

– esto es el denominado Apoyo Estimado al Productor (PSE) -, se mantiene por encima del 30% desde el período 1995-1997 -, a pesar de representar apenas el 1.2% del PIB total dado el exiguo tamaño relativo de la actividad dentro del club de las economías mas adelantadas del globo -

De dichas subvenciones, el 70% aún se otorga bajo la modalidad de apoyo al precio de mercado, por ende estimulando la producción mediante el aislamiento de sus cotizaciones internas de las externas, distorsionando el comercio, y contribuyendo en no poca medida a acentuar la tendencia declinante de los precios internacionales de los rubros afectados, en su mayoría los llamados básicos de la canasta familiar universal. Ahora bien, si a ello se agrega el costo aportado por los consumidores por vía de los más altos precios internos que tienen que pagar por los alimentos, la
protección total llega a superar el 45% del valor de la producción primaria a nivel de predio
rural.
A pesar de que los aranceles de los países ricos han disminuido, las barreras no arancelarias se
han incrementado, en tanto que se mantienen y aún crecen las subvenciones internas y los
subsidios a las exportaciones (OECD, 2003). Entre los casos recientes el más célebre lo constituye la Ley Agrícola de Estados Unidos de mayo de 2002, conocida como el US Farm Security and Rural Investment Act (FSRIA), que estableció subsidios de US $190.000 millones entre 2003 y 2009, superiores en aproximadamente US $83.000 millones a los que estuvieron vigentes entre 1996 y 2002 (Stiglitz and Charlton, 2005). En virtud de dicho estatuto, el monto de los pagos directos (pagos fijos anuales por tonelada) a los cultivos de ciclo corto se elevó - en particular cereales, oleaginosas y algodón -. Se incluyeron por primera vez la soya y otras oleaginosas, y la protección al algodón se incrementó hasta cerca de US $4.000 millones por año (World Bank, 2003b) – cifra que supera el PIB de Benin, cuyas exportaciones dependen en un 85% de la fibra -. De otro lado, se extendió a las leguminosas, al maní y a otros bienes el programa de créditos de mercadeo (pagos por diferencia entre la tasa del crédito y precio local
3 de mercado, cuando quiera que el primero sea mayor que el segundo). Y, finalmente, se regresó al sistema de pagos anticíclicos (counter-cyclical payments o CCPs) – anteriormente denominados como deficiency payments -, cada vez que el “precio efectivo” que reciba el productor sea menor a un “precio objetivo”, los cuales le han permitido a Estados Unidos ejercitar prácticas de dumping dirigidas a apoyar la penetración de sus commodities en los
mercados internacionales.
sobrevino un tercer golpe contra el contenido de la esperanzadora Declaración ya citada, que consistió en el incumplimiento de la meta que los norteamericanos y los europeos se habían fijado sobre la determinación de las denominadas
modalidades de la negociación, cuyo plazo venció, sin que se hubiera logrado avance alguno en
esa dirección, el 31 de marzo del 2003.





http://www.banrep.gov.co/documentos/presentaciones-discursos/Cano/2006/CEPES.pdf



















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